La palabra “cementerio” proviene de los vocablos griegos koimán-terion (dormir-lugar). Sin embargo, estos días se desarrolla una gran actividad en los cementerios.
Paradójicamente,
en entornos muy urbanos como el nuestro, estos lugares son refugios de vida. Además
de las flores que se llevan en estas fechas, durante todo el año crecen diferentes
herbáceas, arbustos y árboles.
Casi
todas las culturas y religiones introducen en este recinto elementos naturales
con una carga simbólica relacionada con lo perdurable o eterno. Claros ejemplos
son la presencia de cipreses, tejos, cedros o incluso olivos. Todos ellos son
árboles de hoja perenne, muy longevos, resistentes y de maderas nobles.
Los
cipreses, muy ligados a la cultura mediterránea, son un legado que se remonta a
las antiguas civilizaciones siria, egipcia, griega y romana.
Los
tejos arraigan en la tradición sagrada y funeraria de la cultura celta. También
para el pueblo vasco eran árboles sagrados y unidos al mundo de los muertos.
De
acuerdo con Celestino Barallat, autor del manual Principios de botánica funeraria, publicado en 1885, el verdor
vegetal es el color propio de un cementerio, por la asociación que hacemos
entre el cíclico resurgir de las plantas y la esperanza de que la muerte
terrenal dé paso a un nuevo comienzo. Conviene, por otra parte, que en la
visita al camposanto nuestro ánimo halle serenidad y consuelo, y “el reposo que
el órgano visual encuentra en el color verde” aconseja que en dicho lugar
abunden hierbas, arbustos y árboles.
Estudios sobre el influjo que el entorno ejerce sobre nuestro estado de ánimo avalan esta recomendación.
Sin
duda, los cementerios son paisajes de intensa carga emotiva, que reúnen lo
presente con lo ausente. Es comprensible que despierten curiosidad. De hecho,
existe una modalidad de turismo de cementerios, y se han creado rutas
específicas para ello. El de Portugalete, sin ir más lejos, forma parte de una de
esas rutas: http://www.rutadecementerios.com/cementerio/88/Cementerio-de-Portugalete.html
que ofrece sombra fresca y regalada
al remanso, al pastor y la manada
y que paisaje bíblico remeda.
a morir en la playa desolada,
ni el morir de la tarde en la callada
fronda que al ave taciturna hospeda,
sed de misterio torturante y honda,
donde todos los pasos son inciertos:
en cuya fosca, impenetrable fronda
anidaban las aves de los muertos.
Abraham
Valdelomar, El árbol del cementerio
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