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Quinine
plant from medicinal plants
by Robert Bentley, 1880.
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Allá por el
siglo XVII, en plenos Andes Peruanos, Pedro de Leyva, gravemente afectado por
la malaria, empapado en sudor, avanzaba a trompicones hasta caer moribundo al
borde de un estanque. Se acercó al agua, apartó ramas y hojas y bebió unos
sorbos de agua amarga. La fiebre, milagrosamente, remitió. La mezcla del agua
con las cortezas de los árboles que rodeaban el estanque fue su salvación.
De esta
forma, según cuenta la leyenda, es como
se descubrieron las propiedades terapéuticas del árbol que crecía junto al
estanque, que no era otro que el árbol de la quina. La quina, en efecto,
es originaria de los países andinos —es el árbol que aparece en el escudo de
Perú—, aunque hoy en día es realmente escaso en la zona. Su corteza es rica en
quinina, un alcaloide que durante tres siglos fue el medicamento más efectivo
contra la malaria o paludismo.
Dice la tradición que fueron los jesuitas quienes
difundieron el uso de la quinina tras curar a Doña Francisca Henríquez, condesa
de Chinchón y esposa del virrey de Perú. El nombre científico del árbol —Cinchona officinallis— se inspira en
este hecho.
Fue en el siglo XIX cuando los ingleses introdujeron el
árbol en la India, y lo utilizaron para combatir la malaria. Para ocultar el
amargor de la quinina se mezclaba con agua de soda, obteniendo así agua tónica.
El siguiente paso fue añadir ginebra, un
aguardiente aromatizado principalmente con bayas de enebro.
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