Te propongo un sencillo
ejercicio. Cuando pasees por el monte o la ciudad, fíjate en los árboles,
¿cuántos eres capaz de identificar y nombrar?
La lengua es un prisma a través
del cual sus hablantes ven el mundo. Cuando alguien no conoce ni nombra más que
“árboles” no ve el mundo a través de las mismas gafas que quien reconoce y
distingue la encina, el haya, el abedul, el castaño, el fresno... Quien
identifica todas las coníferas como pinos solo distingue una forma vagamente
típica de los árboles de hoja perenne, bajo la cual no ve como diferentes el
pino, el abeto, el alerce, el tejo o el ciprés. Puede decirse que lo que no se
nombra no existe de forma distinta[1].
Nuestros antepasados ya lo sabían, y nos dejaron el mensaje en el conocido
aforismo “izena duen guztia omen da” (todo lo que tiene nombre existe).
Antes que nada, dime, ¿cómo te
llamas?
Blas de Otero, El árbol de enfrente.
Como nos sugiere el poeta, una
buena forma de acercarnos a los árboles es conocer sus nombres. Para nombrar a
los árboles, además del nombre común, disponemos de una nomenclatura científica
internacional, según la cual primero se indica el género, en mayúscula, seguido
por la especie, en minúscula. Así por ejemplo, el nombre científico del roble común
—árbol por excelencia en nuestra cultura— es Quercus robur.
Dentro de una especie se pueden
precisar subespecies, variedades y otros detalles, pero la categoría de especie
es básica, ya que define las características esenciales que diferencian un árbol
de otro.
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